Si. Vinieron. Esta mañana. Sin avisar. Como
siempre. Así de golpe me topé con Ellas. No lo podía creer.
¿Pero qué esperaba? ¡Qué iluso soy! Ellas son así. Ya me lo advirtieron la última vez que se
presentaron, también sin una carta, ni una llamada. ¡Ni un
WhatsApp! Apareceremos cuando tú, incrédulo mortal, tú, hombre
de poca Fe, tú, pesimista reconocido, tú, menos te lo esperes. Hoy
me han demostrado que Ellas cumplen su palabra. Ellas son así. Ellas son auténticas. Cuando me he dado cuenta ya me habían sentado en
una silla y colocado delante de mis narices mi más conocida
archienemiga, la hoja en blanco. Y como por arte de magia, ¡cómo
si no!, de mi mano surgió un sexto dedo con la punta de mina muy
afilada, como a mi me gusta. Ellas me conocen muy bien. Mis ojos se quedaron mirando el papel en blanco,
y me dejé llevar por sus manos invisibles. Mi mano comenzó a
escribir como si hablara con los muertos, como un médium, en un
imparable frenesí de escritura automática. Como en trance. Y comencé esta locura. Era un tren sin frenos.
Mi mano se deslizaba sobre el papel como si fuera un cubito de hielo
sobre un lago blanco congelado. Sin dejar de moverla, para que no se
quedara pegada como lo harían dos hielos, plasmé mis pensamientos que Ellas me dictaban. Lo habían vuelto a hacer. De nuevo Ellas
obraron el milagro. Ni los santos ni las brujas. Ni rezos ni sortilegios. Ni penitencias ni pócimas con pelo de gato. Ellas
son las únicas capaces de sacar de mi, lo que yo me empeño en
esconder. Se meten en mi cabeza. Rastrean el laberinto de
mi cerebro. Apartan mis más ridículos pensamientos, mis retorcidos
deseos, mis amargos recuerdos... Y mis inconfesables secretos. Y
consiguen que mis historias, mis microrelatos cobren vida. Y en cada
uno de ellos, un microtrocito de mi se queda para siempre entre mis
letras escritas. Y mi muro de las lamentaciones, allí donde lloro
mis penas, se va destruyendo ladrillo a ladrillo. Sin prisa pero sin
pausa. Ellas consiguen lo que nadie ha podido hacer
nunca. Ellas me inspiran. Me hacen llorar. Me hacen reír. ¡Me
ponen los pelos de punta! Ellas, mis musas, cuando quieren, hacen
¡Chas! Y aparecen a mi lado.
-Buenos
días tenga usted. -Buenos días caballero. -Está usted de
paso por la ciudad? -Estoy de paso por el mundo. -Ah! Y esa
maleta? Parece pesada. -No, realmente la maleta no pesa mucho. Lo
que pesa es lo que lleva dentro. -Entonces es usted vendedor o
lleva sus pertenencias ahí dentro? -Pues ni lo uno ni lo otro. Ni
vendo, ni tengo pertenencias. -Pues ya me dirá usted cómo puede
pesar tanto esa maleta!! -Tenga. Sopésela usted un momento.
Pesa? -La verdad es que no pesa nada. No me dijo que su interior
era muy pesado? -Si. Y lo es. -Pues no lo entiendo. -Esta
maleta está llena de sueños. Y por lo que he podido comprobar,
usted querido mio, no tiene ninguno. -Yo soy un hombre del
momento. No me alimento de sueños e ilusiones. Eso es para las
personas que no viven la realidad. -Pues entonces caballero, usted
y yo no tenemos más que hablar. Porque en mis sueños no caben
gentes con la mente cerrada y el corazón de piedra. -Buenos días
tenga usted. Y cuidado con lo que sueña, no se haga realidad. -La
realidad es muy dura y mis sueños, sueños son. Buenos días
caballero.
Si tuviéramos un hilo atado
a la espalda, como un cordón de plata invisible, que se fuera
alargando con cada paso que damos, formaría junto con los hilos de
las demás personas que nos rodean, una gigantesca tela de araña. Tu
cordón de plata iría desde tu casa hasta tu destino, cruzándose
con los cordones de tus vecinos, del tendero, del conductor de
autobús. Trazarían líneas paralelas, perpendiculares y algunas
curvas. Formarían triángulos, cuadrados y trapecios. Todo esto a
distintos niveles, según la altura de la persona. Y transformarían
esas figuras geométricas en cuerpos geométricos tridimensionales,
cubos, tetraedros (pirámides) o dodecaedros (como los diamantes). ¿Te
lo puedes imaginar? Sales a la calle y miles de cordones de plata
te circundan, por delante, detrás, por arriba, por abajo. Estás en
medio de una gran tela de araña formando miles de figuras en un caos
como si hubiera sido tejida por una araña borracha. Pero sales
dispuesto a todo. A comerte el mundo. Y tu fuerza destruye esos hilos
invisibles a cada paso que das, creando a su vez tu propia tela de
araña tras de ti.
Cada día me ignoras. Paso
por delante de ti y me rechazas. Te miro, te admiro, te hablo, te
alago... y me desdeñas. Te nutro, te hidrato, y tu... y tu me
desechas. Me introduzco en tus pupilas que miran más allá de mi,
busco algo en ti en que poder aferrarme para ganarte la batalla. Pero
no veo más que tinieblas y la sombra de lo que fuiste. Y te grito
desde dentro con todo mi ser y tu, tu... me desoyes. Y cuando
decides actuar. Cuando por fin tus ojos me miran, soy transparente,
no me ves. Y prescindes de mi. Caminas despacio como solo los de
tu calaña saben hacer, con chulería, y garbo, y me atraviesas. Y
yo, ignorado por ti, e ignorante que soy, sigo mi camino solo. Pero
olvidándote a cada paso que me aleja de ti. Y te ignoro... hasta
mañana que volveré a verte y tu volverás a ignorarme. Es
nuestro juego.
Hay
sensaciones que no se pueden describir. Emociones que cada uno
siente y que quedan en secreto. A veces tu cuerpo reacciona con un
escalofrío, tu piel se vuelve rugosa y los pelos se te ponen de
punta, o un "nosequé" hace temblar tu estómago. Son
sensaciones muy intimas que en la mayoría de las veces guardas solo
para ti. A mi me pasa a veces cuando empiezo un libro. Es la
emoción de emprender un viaje a otro mundo, a conocer gente nueva, o
a ser otra persona. Esto último solo se consigue si el autor logra
que te identifiques con uno de sus personajes. A veces cuando
acabas el libro, te preguntas que pasará con el protagonista. Qué
le deparará el futuro. Y pasados unos días te das cuenta de que lo
echas de menos, aún cuando ya te has sumergido en las páginas de
otro libro, y ya has conocido a otros personajes. Pero al final,
lo olvidas. Y de vez en cuando lo vuelves a encontrar en un recuerdo.
Un recuerdo que no es tuyo sino de él. Y otras veces lo
encuentras en un libro que aunque es nuevo sus personajes son
antiguos. Y te alegras de volver a verlo (a leerlo).
Un ángel. Eso es lo que
era. Un ángel que estaba perdiendo las alas. Se le iban poco a poco
borrando, haciéndose transparentes. Sus preciadas alas con las que
tanto presumía. Sus enormes alas blancas con las que podía abrazar
dos cuerpos, ahora eran pequeñas y grises. Su halo de pureza se
reducía día a día. Su brillo deslumbrante de antaño ahora era un
simple círculo de humo grisaceo. La oscuridad iba envolviendo
todo su ser. La luz que su cuerpo transmitía se apagaba
irremediablemente. Esa luz que un día fue tan potente como una
bombilla de 200 watios ahora no era más que un cutre led de luz
tenue, apagada, y sin apenas vida. ¿Qué había hecho para merecer
esto? ¿Dónde había fallado? Se había olvidado de su misión en
la tierra. Él estaba al servicio de los Humanos. Eso era lo que su
Jefe le encomendó. Y se olvidó. Pero no era solo culpa suya. Su
Jefe se olvidó mucho antes de los seres que un día creó.