Abrazar
su cuerpo como si fuera un contrabajo. Poner cada dedo en una de sus
cuerdas. Tu cara pegada a la suya como si fuera la voluta del
clavijero. Ir girando suavemente las clavijas de afinación con una
mano mientras los dedos de la otra tocan ligeramente las delgadas
cuerdas que recorren su cuerpo pasando por el puente de su hombligo
hasta el cordal.
Suave,
siempre muy suave ir tocando las notas musicales, hasta que esté
bien afinado.
Y
luego comenzar una melodía que empieza lenta y que poco a poco coge
cuerpo. Cada vez más rápida, cada vez más notas por segundo, cada
vez los dedos moviéndose más rápidos por el mástil desde el
diapasón a la caja de resonancia.
Y
tu cuerpo y el suyo se convierten en uno, como el contrabajista y el
contrabajo que se fusionan en un solo instrumento musical.
Con
los ojos cerrados vas siguiendo en orden metódico las notas de una
partitura imaginaria. Una partitura sin límites ni restricciones.
Donde cualquier improvisación o nota nueva e inesperada hará que el
contrabajo emita un nuevo y excitante sonido. Hasta que llegas al
éxtasis con el inconfundible sonido de los aplausos del público en
pié.
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