Cuando
tomé consciencia estaba en la calle. No recordaba nada. No sabía
quién era y no sabía donde estaba.
La
calle estaba desierta. Parecía como si hubiera retrocedido en el
tiempo.
Había
un hotel. Al menos estaba en la civilización, pensé. Estaba
cerrado. Llamé pero nadie contestó.
De
pronto me di cuenta de una cosa, no se oía nada, ni voces que venían
de las casas, ni ruido de coches, y lo más sorprendente, no se oía
el canto de los pájaros ni el viento. No se oía la vida.
Algo
me provocó un escalofrío. No se si fue la fría brisa que se
levantó, la sensación de vacío que sentí o la macabra pregunta
que formuló mi mente. ¿Estoy muerto?
Y
el arrepentimiento devoró mi alma cuando recordé el último deseo
de mi vida. Deseé estar muerto. Y maldije a Dios por concederme mi
última voluntad.
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